

por Victor Herrera
“Frankenstein” según Guillermo del Toro: un monstruo hecho a mano
Hay películas que no sólo se ven, sino que se respiran. Frankenstein, la nueva obra de Guillermo del Toro, pertenece a esa estirpe rara de filmes que parecen creados no en un set, sino en un taller de sueños y sombras.
Desde el primer fotograma, el vestuario deslumbra: telas pesadas, abrigos góticos, corsés y encajes que parecen tener memoria propia. Cada prenda cuenta una historia, como si hubiera sido usada por generaciones de personajes atormentados. Es un vestuario que no sólo viste, sino que narra.
Y qué decir de la fotografía. Es sencillamente impresionante, una pintura en movimiento que nos lleva a un mundo frío, melancólico y bello, donde la luz parece tallada a mano. Del Toro y su director de fotografía construyen un universo visual que recuerda a los grandes lienzos románticos: niebla, fuego, hielo y soledad. Cada plano es una pequeña obra de arte.
Han pasado años desde que, en mi juventud, leí por primera vez la novela de Mary Shelley. Aún puedo recordar la parte que me hizo llorar:
“Me refugié en una pequeña cabaña adosada a la casa de unos campesinos. Desde allí podía observarlos a través de una grieta en la pared, sin que ellos lo advirtieran. Vi a un anciano, un joven y una joven, todos ellos de una dulzura y ternura que jamás había imaginado…”

En aquel entonces, al leer cómo el monstruo observaba con ternura a la familia De Lacey, sentí que Shelley había revelado la verdadera esencia de la humanidad: el deseo de ser amado. Esa imagen quedó grabada en mi memoria durante años. Verla ahora cobrando vida en la pantalla de Del Toro fue algo profundamente conmovedor. El director logra reproducir no sólo la escena, sino el sentimiento: esa mezcla de inocencia y tragedia que convierte al monstruo en algo más humano que sus creadores.
Del Toro también recrea con maestría otras escenas inolvidables de la novela, como el barco perdido entre los hielos del Ártico o la imagen del monstruo encadenado frente al agua. Pero, fiel a su estilo, el cineasta añade su propio toque: una subtrama fraternal, un eco emocional que enriquece la historia sin traicionar su espíritu.
Personalmente, me agradó más el monstruo de Del Toro que el de otras adaptaciones. Aquí no hay tornillos ni gritos de laboratorio, sino una criatura dolida, frágil, que respira el mismo aire poético que Shelley imaginó hace más de dos siglos. Es una interpretación fiel, pero también profundamente deltoriana: un ser bello en su fealdad.
Sin embargo, si algo debo reprocharle a esta joya, es el ritmo del guion. A ratos, la historia se demora demasiado en la contemplación; el deleite visual se impone al pulso narrativo. Pero incluso esa lentitud tiene su encanto: el de mirar una pintura que no quiere ser apresurada.
Frankenstein es, en esencia, una obra de arte hecha a mano, y se nota. En una era de CGI desbordante, Del Toro apuesta por la textura real, la artesanía, la materia viva. Cada efecto, cada criatura, cada pedazo de hielo o lágrima parece tallado con paciencia y amor.
Es cine con alma.
Y en verdad —si pueden— véanla en una sala de cine, donde el frío del Ártico y la respiración del monstruo los rodeen por completo.
Desde Kuxleja Estudio cine independiente desde Chiapas recomendamos la obra de Guillermo del Toro.
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